martes, 29 de enero de 2013

EL PINTOR DE ALMAS IV

EL PINTOR DE ALMAS  IV





Me senté en una de las mesas situadas en la calle, después de indicarle   a Sofía, la dueña del local,  que me sirviese un café bien cargado para terminar de despertarme
Mientras preparaban  el desayuno, cogí La Voz de Galicia para hacer tiempo y salí a la terraza. El sol invernal ganaba la batalla a algunas amenazadoras nubes. Tímidos rayos se abrían paso ofreciendo un agradable calor.  El diario, recogía, además de los daños materiales provocados por el temporal, la desaparición de una persona, de identidad desconocida hasta ese momento.

Apuré el último sorbo de café y me dirigí hacia el estudio.  Solo faltaban 15 minutos para que Prado apareciese por allí.
Hoy iba a ser una dura sesión. Al cuadro no le faltaba mucho para darlo por terminado e iba a ser la última sesión para la modelo. Los pequeños retoques finales los haría sin ella.

Fue puntual, como siempre.
Se preparó mientras yo sacaba los matices deseados  en la paleta.
La luz se filtraba a través del inmenso ventanal del ático. Su cuerpo resplandecía, pero su mirada era triste. El contraste del azul de sus ojos con su pelo azabache siempre era irresistible, pero ese día había algo que le preocupaba yo lo notaba.
No comentó nada y respeté su silencio. Después de dos horas, Anxela llamó discretamente a la puerta del estudio, había terminado y se marchaba a su casa, también había dejado la comida preparada.

Le sugerí a Prado hacer una pausa para el almuerzo proponiéndole que me acompañase.

-          Así ganamos tiempo- Le dije

Aceptó y me dirigí a la cocina mientras ella se vestía
Anxela había preparado un Solomillo de Ibérico al Hojaldre acompañado de una reducción de Pedro Ximenez.
Me dispuse a preparar algo para acompañar al solomillo. Y mientras la cebolla se caramelizaba en la sartén, llegó Prado. Se había lavado la cara y su pelo todavía mostraba  signos de  humedad.
Se acercó

-          ¿Qué haces? - Preguntó
-          Preparo algo más de comer.  Hay una botella de vino en el frigorífico. ¿La abres?
-          Claro – Respondió

Se había puesto una bata que modelaba  sus redondeadas formas. La parábola del escote se abría dejando entrever la curva de sus pechos. Yo intentaba centrar mi atención para que la cebolla no se quemase, pero ella se percató de mis fugaces miradas.

-          Estás cansado de verlas – me dijo con una sonrisa

Me sonrojé como un adolescente al que pillan con una revista porno y le contesté nervioso

-          Bueno, es que no es lo mismo

Sonrió ante mi comentario y me ofreció la copa.

-          Me alegra verte sonreír - dije
-          ¿Por qué?
-          Hoy la tristeza te acompaña como una sombra.
-          Bueno, es el último día de trabajo y ¿quién sabe cuando volverás a necesitarme?

Saqué el pan del tostador y me dispuse a poner una capa de cebolla caramelizada, sobre ella puse una cucharada de confitura de frambuesa y para terminar unas láminas de foie  mi cuit. Preparé también unos percebes y nos dispusimos a comer

En los meses que Prado vino a posar para el cuadro, fuimos ganando confianza el uno en el otro. Ella me hablaba de sus amores y desamores y yo le aconsejaba, intentando no ser paternalista, a pesar de la diferencia de edad.

Nos sentamos uno junto al otro en la pequeña barra de la cocina, dispuestos a dar cuenta de las viandas. Su proximidad me llenó de un aroma a flores recién cogidas.

Hablamos poco, de temas intrascendentes.  
Al sentarse, cruzó sus piernas y la bata se abrió. El Albariño comenzaba a hacer aparición, provocando un sonrosado tono a sus mejillas.
La observaba luchar con los percebes para abrirlos sin bañarse. Sus delicadas manos eran incapaces de romper el caparazón.

-          Espera, yo te enseño

Mis dedos apenas tocaron los suyos, pero fue como si estableciesen una conexión en el leve contacto.

-          Mira, clava la uña aquí y, una vez abierto, estira para sacar la piel

Me dio las gracias con una sonrisa y en silencio.
La  sensualidad de sus movimientos no era provocada. Su naturaleza era así.
Sutiles e inapreciables roces de su desnuda pierna, el movimiento de su boca al masticar, descuidadas miradas que indefectiblemente se encontraban con las mías. Todo  llenaba  el silencio. No hacían falta palabras. Si se hubiesen pronunciado desaparecería la magia de esos momentos.

El blanco dio entrada al tinto. Un Viña Ardanza escanciado en las copas nos dio la excusa para brindar.
Saqué el solomillo del horno. Su forma fálica parecía provocar todavía más a nuestros sentidos.
El hojaldre crujió al ser cortado, dejando ver en su interior la pieza de carne redonda y sonrosada. Puse una generosa porción en su plato y a su lado, la untuosidad de la reducción hacía difícil su caída, dilatando el momento.
Deslizó la parte recién trinchada   hasta unirse con la salsa y la llevó a su boca.
Su gesto de aprobación se confundió con la sensación del placer que me producía mirarla.   
Una brizna de hojaldre quedó en la comisura de sus labios.   La punta de su lengua la tocó con mimo para llevarla al interior de su boca.

-          Apenas has comido – me dijo

No sabía, o si, que mi satisfacción  residía en contemplarla. No parecía molestarle que la observase, al contrario. Y mientras lo hacía, vi que su respiración estaba un poco más agitada de lo normal. Que sus pezones pugnaban por atravesar la liviana tela de su bata. Que cruzaba y descruzaba sus piernas  en movimientos nerviosos.
La deseaba, pero no con la ansiedad de hacerla mía por pura satisfacción personal.
Quería que  sintiese esa forma de deseo que va más allá del simple placer físico. Quería que su cuerpo fuese una extensión de su alma en la búsqueda del placer absoluto. Sabía que estaba húmeda y me gustaba la sensación.
El postre fue un clásico. Dos días antes compré unas fresas silvestres y las bañé en tres chocolates.
Quité los platos de la mesa y saqué el pequeño jarrón chino que, a modo de florero, contenía las fresas atravesadas en palos de bambú y abrigadas  con una  cobertura de chocolates, puro, blanco y con leche.
Lo acompañamos con un  Gramona Imperial. Tomé una brocheta de chocolate puro y la acerqué a su boca. Perfilé sus labios con ella, Abrió su boca y su lengua emergió con intención de atraparla.

- Dámela - susurró

Escuché el crujido del chocolate al fraccionarse. Sentí la jugosidad de la fresa al ser mordida por sus dientes. Una gota cayó por sus labios y la recuperé con un dedo llevándola a mi boca.
Había deseo en su mirada. El azul de sus ojos me desnudaba mientras ingería el  ácido dulzor de la fruta en comunión con la amargura del chocolate. Me situé detrás de ella y aspiré el aroma de su cabello. Descubrí su blanco cuello y lo besé. Un tímido gemido salió de su garganta y me animó a continuar. Deslicé la punta de mi lengua humedeciéndolo. Alternaba pequeños mordiscos en el lóbulo de su oreja con suaves caricias de mis manos sobre sus pezones por encima de la bata. Apenas los rozaba aumentando su excitación.
No pudo  o no quiso aguantar más. Se levantó del taburete y se volvió hacia mi. Sus manos cogieron mi rostro y acercaron mi boca a su boca. Las mías sopesaban la dureza de sus nalgas, intentando fundirla con mi pelvis. Nuestras lenguas se sumieron en una batalla sin sentido. Sabía a fresa y chocolate. Mi boca recorrió su cara, sus ojos, su cuello, las curvas de sus pechos.
Le di la vuelta sin que opusiese resistencia. Deshice el nudo de la cinta que sujetaba su bata y la abrí. Mi cuerpo se pegó al suyo, haciéndole  notar mi excitación Apoyó sus brazos sobre el banco y me ofreció su deseo con sumisión. Desplacé la bata y la subí por encima de su cintura. Sus gemidos demostraban premura por  sentir mi sexo. 
Entré en ella con suavidad, y se inició una danza ritual en la que el movimiento de sus caderas se acompasó a los envites de mi pelvis, con el tempo justo para llevarnos al clímax  casi simultáneamente. 

Continuará

Clochard

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